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Los números definen el mundo. Las cifras han acompañado a la humanidad desde sus orígenes, bien fuera para contar cabezas de ganado o para llevar el control del paso de los días. Con toda seguridad, los diez dedos de las manos formaron la base del primitivo sistema decimal: 1, 2, 3, 4, 5, 6… Pero a medida que el conocimiento científico progresaba, otros números entraron en el juego, no tan obvios pero no menos importantes. Cero, pi y fi son solo unos pocos. Su presencia a nuestro alrededor es mayor de lo que nos imaginamos.

El cero, una nada muy fructífera

El cero es un invento relativamente moderno. No lo conocían ni babilonios, ni chinos, ni egipcios ni las civilizaciones mediterráneas, como griegos o romanos, que utilizaban sistemas de numeración agregativos. En ellos, las cifras del número se suman entre sí (por ejemplo, MCCXXXVIII=1.238).

El concepto de cero roza la metafísica: es una “nada” que, bajo ciertas condiciones, hace que otros números cambien de valor. Por ejemplo, un 12 representa doce objetos, pero si le añadimos un simple cero se convierte en 120. Es la base del sistema de numeración posicional (el nuestro), en el que el valor de cada guarismo no depende de él mismo, sino del lugar que ocupa dentro del número total.

Hacia el año 650, en India nació el cero que conocemos. Es difícil determinar quién fue su inventor. Algunos de los más grandes matemáticos hindúes, como Aryabhata, Brahmagupta o Mahavira (sus nombres son casi desconocidos en Occidente), pusieron los cimientos de buena parte de la aritmética moderna entre los siglos VI y IX.

Desde India, los diez dígitos pasaron a la emergente cultura árabe, que, a su vez, los exportaría a Europa

En el siglo VI, el astrónomo hindú Aryabhata ingenió un sistema numérico decimal que incluía nueve cifras y la denominada “posición” (kha). A finales del mismo siglo, Brahmagupta posiblemente ideó el símbolo del cero. Tanto él como Mahavira (en el siglo IX) lo usaban para realizar cálculos.

En Gwalior, población situada a unos 400 km al sur de Delhi, en India, se descubrió una inscripción en piedra del año 876. Contenía la descripción de un jardín para el cultivo de flores y la elaboración de guirnaldas destinadas al templo local. Las dimensiones del jardín se anotaron como 187 por 270 hastas (antigua medida hindú equivalente a unos 45 cm), y su producción, en 50 unidades por día. Lo sorprendente es que tanto 270 como 50 aparecen escritos casi como los que conocemos. Es la primera aparición documentada del cero.

Desde India, los diez dígitos (cero incluido) pasaron a la emergente cultura árabe, que, a su vez, los exportaría a Europa. Probablemente arribaron por Italia. En 1202, Leonardo de Pisa, también llamado Fibonacci, los describió en una de sus obras, Liber Abaci, y alabó su gran utilidad frente al incómodo sistema de numeración romano.

Leonardo sabía de lo que hablaba. Hijo de un embajador comercial pisano, de joven había sido educado en Bejaia, en el norte de Argelia, y había viajado por Egipto, Siria, Grecia y Sicilia. En estos países conoció las corrientes culturales que llegaban de Oriente y, en especial, los avances en matemáticas y astronomía del mundo árabe. Aunque faltaban dos siglos para la invención de la imprenta, sus ideas pronto se extendieron por toda Europa.

Pi o el valor de una circunferencia

Probablemente π es el número más famoso de la historia. Representa la relación existente entre la longitud de una circunferencia y su diámetro. Es un número irracional, es decir, no se puede representar exactamente con una fracción. Su valor real es 3,14159265358979323846… y así hasta el infinito, sin que su secuencia de cifras se repita jamás. Aunque para la inmensa mayoría de la gente, π será siempre tres-catorce-dieciséis.

Aparece en todo lo que presenta forma de circunferencia, como por ejemplo las gotas de lluvia, las estrellas, los planetas, las burbujas de agua, las ondas de un estanque…

En 1706 el matemático inglés William Jones propuso el nombre de π. Parece ser que eligió esta letra griega por ser la equivalente a nuestra p de perímetro (el de la circunferencia). Pero fue en 1748 cuando el suizo Leonhard Euler le dio el espaldarazo definitivo empleando el término en su obra Introducción al cálculo infinitesimal.

Del Libro de los Reyes (s. VI a. C.) se deduce que el valor atribuido en Oriente Próximo a la circunferencia era un número entero: el 3. Los antiguos egipcios y babilonios sabían que su valor era algo mayor. Calcular la longitud de un círculo les servía, por ejemplo, para construir silos cilíndricos en que guardar el grano.

Como homenaje póstumo, se grabaron las 36 cifras de π sobre la tumba de Ludolph van Ceulen

En Grecia, hacia 200 a. C., el científico Arquímedes de Siracusa (aquel que gritó Eureka al hallar la manera de calcular la densidad de un objeto) escribió Sobre la medida del círculo. En esta obra se aproximó al cálculo de la longitud de la circunferencia a través de un sistema geométrico, basado en inscribir una circunferencia en un polígono de ¡96 lados! Afirmó que el valor de π debía de estar entre 3 10/71 y 3 1/7, expresándolo como fracción, puesto que los griegos no conocían los decimales. Hacia 150 d. C., el astrónomo y geógrafo griego Ptolomeo equiparó π a 3,1416.

El matemático y astrónomo chino del siglo V Zu Chongzhi afinó el valor de π. Lo fijó en 355/113, que es exacto hasta la sexta cifra decimal (3,141592). Mucho después, en 1430, el iraní Jamshid al-Kashi escribió en El tratado de la circunferencia 14 decimales de π, una exactitud que en Europa tardaría siglo y medio en superarse.

Hacia 1600, el profesor de matemáticas alemán Ludolph van Ceulen tuvo la paciencia de calcular π desde el primero hasta el 20º, e incluso el 35º decimal. Dedicó a la tarea casi toda su vida. Para el cálculo llegó a utilizar polígonos de 32.000 millones de lados. Como homenaje póstumo, se grabaron las 36 cifras de π sobre su tumba en Leiden. La lápida fue robada y repuesta en 2000. π también se denomina número ludolfino en su honor.

A finales del siglo XIX, el matemático inglés William Shanks calculó a mano 707 decimales de π. Tardó veinte años. En 1945, sin embargo, se descubrió que había un error en medio del proceso y solo las 527 primeras cifras eran correctas. En junio de 1995, los informáticos Yasumasa Kanada y Daisuke Takahashi consiguieron (con ayuda de computadores) 3.221.225,466 decimales; en agosto llegaron a 4.294.967,286; y en octubre superaban los 6.000 millones. Dos años más tarde alcanzaron los 51.000 millones. Hoy el reto estriba en desarrollar nuevas técnicas que permitan descubrir más decimales en un tiempo razonable.

Fi, el número áureo

Su valor numérico es 0,6180339887498948482… y continúa hasta el infinito. No representa más que una proporción. Supongamos que dividimos una barra de un metro en dos trozos desiguales, de forma que la proporción entre la barra entera y el segmento mayor sea la misma que entre este y el menor. Esa proporción es el número áureo. El φ (fi) aparece en la naturaleza, desde la imbricación de las semillas en ciertas flores hasta la organización de escamas en las piñas y otros frutos, o la distribución de las hojas de un tallo.

En el arte, la Grecia clásica empezó a considerar la proporción áurea como la máxima calidad estética de un diseño arquitectónico, escultórico o pictórico. El número áureo es antiquísimo. Su cálculo aparece en las obras de Euclides, matemático griego a caballo entre los siglos IV y III a. C. Pero probablemente, ya en el VI a. C., el filósofo griego Pitágoras, fundador de una secta místico-religiosa dedicada al estudio de las matemáticas, lo investigó.

Los antiguos griegos se interesaron por φ, en parte, por su estrecha vinculación con la arquitectura y la escultura. La geometría les permitía alcanzar la proporción entre las partes y el todo. Trazar figuras geométricas como un cuadrado o un hexágono, con una regla y un compás, era simple. Pero el pentágono planteaba problemas muy graves.

El método que seguían partía de dividir un segmento según la proporción áurea, y, sobre él, ir construyendo una figura cada vez más compleja, hasta llegar al pentágono regular. Esta figura tenía un aura misteriosa, casi mística, que incluso ha llegado a nuestros días. El pentágono aparece muchas veces asociado a prácticas esotéricas y satánicas.

El edificio del Partenón, levantado en la Atenas de Pericles, es una de las primeras manifestaciones de la aplicación del número áureo en la arquitectura. Por ejemplo, la distancia existente entre las columnas de su fachada es armónica.

El número áureo fue objeto de estudio durante muchos siglos. En la Edad Media, el matemático italiano Fibonacci se encontró con él por sorpresa al resolver un problema. Dice así: “A partir del mes de edad, una pareja de conejos tiene dos crías cada mes, un macho y una hembra. Al mes de nacidas, estas crías, a su vez, pueden concebir otros dos gazapos, y así sucesivamente. ¿Cuántas parejas de conejos habrá al cabo de un año?”.

Lo que parecía un mero divertimento dio origen a la serie de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34…). En ella cada número se genera por la suma de los dos anteriores (1+1=2; 1+2=3…). Una de sus propiedades radica en que guarda escondido φ. Lo sabemos porque, si dividimos dos números consecutivos de la serie, el de mayor valor entre el de menor, el resultado es una aproximación cada vez mayor al número áureo (13/21=0,61; 21/34=0,6176…). Lo aún más sorprendente es que el cálculo de Fibonacci se repite en muchos fenómenos de la naturaleza, como en la distribución óptima de las hojas en un tallo, el número y la disposición de escamas de una piña…

El Renacimiento rescató de la antigua Grecia las teorías geométricas aplicadas a la arquitectura o la escultura. Los artistas las enfocaron, sobre todo, en el hombre, considerado como la medida de todas las cosa
s. Su relación con los matemáticos era muy estrecha. Un ejemplo lo hallamos en las figuras de Leonardo da Vinci y el matemático Luca Pacioli, autor de La divina proporción. En esta obra, Pacioli propone un hombre perfecto en el que las relaciones entre las partes de su cuerpo sean proporciones áureas. Leonardo plasmó estas ideas en un dibujo en el que la relación entre la altura del hombre y la distancia desde el ombligo a la mano es φ.

Este artículo se publicó en el número 443 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

 

This Post was originally published on www.lavanguardia.com

 

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